20 de octubre de 2009

27 años no es nada

Hacía 27 años que no entraba a Pucará, el club que durante mi adolescencia me vio defender sus colores rojo y azul, y de alguna manera fue como si el tiempo no hubiera pasado.

Claro está que sólo de alguna manera, porque de todas las otras restantes no cabía duda de que el período transcurrido había producido cambios de todo tipo; pero no en la estructura del gran chalet de tejas devenido en edificio principal del club, con bufet incluido, que aún conserva el inmenso hogar a leña ahora remozado con su repisa de madera donde descansan algunos trofeos. Ni en la galería que da a las canchas de rugby, con la N° 1 bien al frente como para ver los partidos algo lejos pero sentado a una mesa compartida en familia. Ni en las baldosas rojo cerámico tan desgastadas como cuando nos juntábamos ahí esperando que llegaran todos los integrantes del equipo para ir a cambiarnos y salir a jugar.

Si hasta me parecía ver llegar al Topo Bernatek, bien colorado él y negándose a hablar porque durante el verano le había cambiado la voz a un tono grave que seguramente hoy conserva. O al Vasco Saralegui, bien capitán y buen compañero de todos. O al Sajón, con su patada que se fue perfeccionando a base de práctica y confianza y que tan importante fuera para que pudiéramos salir campeones en aquel glorioso 1981. O a cualquiera de los otros veintitantos que de la mano del Corcho, el pájaro Bonfante y Kuky Lacarra dimos la vuelta en el club Monte Grande porque una dura refriega de la primera había hecho que la cancha estuviera suspendida un par de fechas.

Y a Kuky el azar lo cruzó en mi camino al baño. ¡Si estaba igualito! Tan canoso como yo y calzado en el nuevo modelo de camiseta, claro está, pero absolutamente reconocible y entrenando forwards como antaño.

Fue extraña la sensación. Acompañaba a mi hija menor que juega hockey en San Lorenzo [vaya casualidad de colores] y le tocaba enfrentar de visitante justamente a Pucará. Y yo no me sentía visitante. Estaba en casa. Pero no había nadie que me lo confirmara o con quien pudiera hablar largo y tendido sobre eso porque ya tampoco pisaban esos pastos o porque me resultó imposible reconocerlos. O que ellos me reconocieran a mí.

Y no importa que los modelos de camiseta y pantalón sean distintos, ni que todos los chicos vistan indumentarias del mismo color y no todo ese arco iris de rojos y rosados tan común en mis tiempos de jugador juvenil, ni que hubiera carteles con publicidad en las canchas, ni que la calle falucho ahora esté pavimentada y se hayan perdido las huellas en la tierra, ni que tantas miradas desconocidas me dieran la suficiente vergüenza como para no animarme a caminar en extenso por las canchas de tenis, el gimnasio o los rincones más alejados del campo donde se improvisaban asados y picados de fútbol; la pasión, mantenida a fuerza de leer diarios antes y páginas de internet ahora para saber como va el equipo, se me atragantaba en la garganta con locas ganas de subirme a la tribuna y gritar ¡Dale Rojooooo! Y cuanto cantito me tuviera que aprender para ponerme al día.

Será por todo esto que no me dolió tanto que el equipo de Pili perdiera. Y supongo que algo de todo esto que hoy escribo le debo haber transmitido a mi hija, porque no pareció importarle mucho a ella tampoco.

6 de octubre de 2009

Evitando el autoplagio

Por culpa de la amiga Bel! me encuentro retomando esto de presentar las propias elucubraciones en el mundo blog.

Pero como fui gentilmente convencido para que hiciera uso de su blog, estoy tomando carrera acá y me pareció que el postear duplicado era una falta de consideración para con tanta generosidad.

Así que por esta semana habrá unos cinco posteos en casa de Bel!. Ya vendrá el tiempo en que nos volvamos a encontrar por estos lares.

Nos estamos leyendo.