21 de julio de 2010

Ejercicio de la memoria (teoría)

Si el lector se dejara llevar por el título y se ubicara a estas alturas del mes de Julio quizás encararía este texto predispuesto a encontrar una reflexión sobre la tragedia de la AMIA o un homenaje al Negro Fontanarrosa.

Pero para ello tal vez debiera ser Memoria, con mayúscula al inicio.

Este es un texto más sencillo. La inquietud que le da nacimiento aparece cuando un compañero de mi escuela primaria en un encuentro de esos de “30 años despues” me dice:

-¿Cómo te acordaste de ese flaco? ¡Estuvo con nosotros 2 años nomás!

Aparece cuando me doy cuenta de que en realidad no me acuerdo de la mayoría de las cosas sino que nunca me las llegué a olvidar. Tal vez debiera decir que me negué a olvidarme de mi pasado. Hice del recordar situaciones (casi siempre agradables) y protagonistas (queridos o no) una costumbre.

¿Que esto tiene que ver con ser hijo único? Es muy probable.

En algún momento me dí cuenta que yo no tenía ese compañero de ruta llamado hermano; ese coprotagonista de la niñez y memoria paralela de la vida casi desde el mismo inicio. Y no podía encontrarlo en algún primo cercano en edad ya que el que mejor cumplía con los requisitos vivía en Pergamino y yo en Banfield. Y los teléfonos no eran lo que hoy son los celulares e Internet no existía ni en el sueño más afiebrado de los genios del Instituto Tecnológico de Masachusset.

Y como suele suceder cuando uno se casa y aparecen los hijos, esos amigos que venían a ocupar ese rol de hermano dejaron de ser cuidados y los caminos comenzaron a separarse.

Y ese empeño de no-olvido tomó más fuerza. No sólo por sentir la ausencia de los amigos sino por comenzar a tener la necesidad de evocar cómo era uno a la edad que iban teniendo los hijos para tratar de que la vara con la que los íbamos a medir no estuviera demasiado desfasada con la realidad.

Entonces hoy me encuentro recordando no sólo la situación que congeló una foto, sino que además se aparecen otras imágenes relacionadas con ese momento que no están en ninguna foto. Y después aparecen otras que no son un recuerdo de un recuerdo sino que son genuinas y originales. Y así sigo como si el olvido en realidad no fuera una condena a la eliminación sino una pérdida pasajera como la de esa medalla que se oculta en el fondo de un cajón.

La mejor manera que conozco, entonces, para no perder ni mis raíces ni mis afectos es la de ejercitar esa memoria del no-olvido que hace que los recuerdos se queden en los más recónditos y templados lugares de mi corazón para así, si mis compañeros de ruta no están a mi lado sea por la circunstancia que sea, sí estén conmigo cuando los necesite.