
Claro está que sólo de alguna manera, porque de todas las otras restantes no cabía duda de que el período transcurrido había producido cambios de todo tipo; pero no en la estructura del gran chalet de tejas devenido en edificio principal del club, con bufet incluido, que aún conserva el inmenso hogar a leña ahora remozado con su repisa de madera donde descansan algunos trofeos. Ni en la galería que da a las canchas de rugby, con la N° 1 bien al frente como para ver los partidos algo lejos pero sentado a una mesa compartida en familia. Ni en las baldosas rojo cerámico tan desgastadas como cuando nos juntábamos ahí esperando que llegaran todos los integrantes del equipo para ir a cambiarnos y salir a jugar.
Si hasta me parecía ver llegar al Topo Bernatek, bien colorado él y negándose a hablar porque durante el verano le había cambiado la voz a un tono grave que seguramente hoy conserva. O al Vasco Saralegui, bien capitán y buen compañero de todos. O al Sajón, con su patada que se fue perfeccionando a base de práctica y confianza y que tan importante fuera para que pudiéramos salir campeones en aquel glorioso 1981. O a cualquiera de los otros veintitantos que de la mano del Corcho, el pájaro Bonfante y Kuky Lacarra dimos la vuelta en el club Monte Grande porque una dura refriega de la primera había hecho que la cancha estuviera suspendida un par de fechas.
Y a Kuky el azar lo cruzó en mi camino al baño. ¡Si estaba igualito! Tan canoso como yo y calzado en el nuevo modelo de camiseta, claro está, pero absolutamente reconocible y entrenando forwards como antaño.
Fue extraña la sensación. Acompañaba a mi hija menor que juega hockey en San Lorenzo [vaya casualidad de colores] y le tocaba enfrentar de visitante justamente a Pucará. Y yo no me sentía visitante. Estaba en casa. Pero no había nadie que me lo confirmara o con quien pudiera hablar largo y tendido sobre eso porque ya tampoco pisaban esos pastos o porque me resultó imposible reconocerlos. O que ellos me reconocieran a mí.
Y no importa que los modelos de camiseta y pantalón sean distintos, ni que todos los chicos vistan indumentarias del mismo color y no todo ese arco iris de rojos y rosados tan común en mis tiempos de jugador juvenil, ni que hubiera carteles con publicidad en las canchas, ni que la calle falucho ahora esté pavimentada y se hayan perdido las huellas en la tierra, ni que tantas miradas desconocidas me dieran la suficiente vergüenza como para no animarme a caminar en extenso por las canchas de tenis, el gimnasio o los rincones más alejados del campo donde se improvisaban asados y picados de fútbol; la pasión, mantenida a fuerza de leer diarios antes y páginas de internet ahora para saber como va el equipo, se me atragantaba en la garganta con locas ganas de subirme a la tribuna y gritar ¡Dale Rojooooo! Y cuanto cantito me tuviera que aprender para ponerme al día.
Será por todo esto que no me dolió tanto que el equipo de Pili perdiera. Y supongo que algo de todo esto que hoy escribo le debo haber transmitido a mi hija, porque no pareció importarle mucho a ella tampoco.