8 de septiembre de 2010

Ejercicio de la memoria (práctica)

A veces me encuentro jugando a reconocer imágenes, situaciones, olores, sonidos y demás yerbas que no están grabados ni en fotos ni en cintas ni en videos.

Y claro está que aparecen desde el más recóndito rincón de mi ser y hoy me susurraron al oído que querían salir a pasear más allá de mi cerebro.

Y hete aquí que se escurren por mis dedos el recuerdo del Rey Mago mayor hoy ya mudado de barrio que dejó un Karting de impactante rojo metalizado a cadena y piñón, llantas inflables y asiento regulable en algún lugar del porsche del chalet de la calle Acevedo a la espera de que la puesta en escena de camellos dejando el tendal de pasto no engullido sobre la pileta de lona en el patio surtiera efecto ante la ansiosa espera infantil aquel 6 de enero.

Y se escabulle aquel cumpleaños de Claudio (¿o era del Bati?) en el que la maceta de cemento del patio de la casa de la esquina recibió mi cabeza con los brazos abiertos dejando una importante cicatriz que hoy cierra la abertura que dejó pasar tanta sangre preocupando hasta al mas taimado. Sé que a pesar de los tiempos que corren increíblemente aún existe la Sala Cestoni de primeros auxilios donde raudamente me cocieron el marulo.

Y me veo corriendo a la par del camión de la mudadora “El Poco a Poco” que nos llevó a mis tres años de Capital a Banfield y que 35 años después, tal vez el mismo viejo camión deportó de Canning a Capital lo que no quedó en aquella quinta devenida en vivienda permanente de los viejos.

Y aparece Roberto, el eximio violoncellista que me padecía dándome clases de flauta y guitarra que terminó triunfando en USA, después de haber sido uno de los que inaugurara mi amado Colegio, el CONABA, y de que irremediablemente se diera cuenta que lo mío iba a terminar siendo un autoaprendizaje más cerca de la adolescencia.

Y el 548, llevándome por Larroque desde la estación de Banfield hasta la calle Estrada, eje cartográfico de las casas de la mayoría de mis compañeros de la Escuela 31 con quien nos juntábamos a jugar al fútbol en la canchita de Rodriguez Peña y Los Patos o en la de la Usina.

Y teniendo colgado este texto esperando darle una coda que permitiera ser publicado, resulta que no puedo dejar de acordarme de la casa de Fernando, con esa habitación dividida por ese placard que separaba su dormitorio y el de Liliana, escuchando y fascinando con las letras de Pastoral y del Flaco Spinetta; más que nunca hoy, que se fue a encontrar con Alejandro de Michelle y con sus seres amados que lo precedieron y, por qué no, a clavarse un vermucito con mi viejo.

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